jueves, 17 de enero de 2008

"Al P. Eduardo, in memoriam"

Allá por el 2003, parte de la actual Junta se presentó un 22 de Enero en la Iglesia para pedir al Párroco la posibilidad de sacar la Imagen del Resucitado, por eso para alguno lo es todo.

Para conmemorar ésta fecha, queremos publicar un documento escrito por Manuel Rincón, al que le quiero dar personalmente las gracias por todo lo que me asesora y por dejarme publicarlo, en el que habla de nuestro querido P. Eduardo a los pocos días de su muerte y que publicó en la Web y en el Boletín de su Hermandad.
Manolo, Gracias.

Este es su escrito:
Hoy, como desde hace unas tardes, he pasado frente a la puerta de la sacristía y no le he visto asomado a la plaza fumando un cigarrito mientras charlaba con “Morringuita” sentado en una silla. Hoy todavía estoy intentando asimilar que ya no estará físicamente entre nosotros.
Me cuesta mucho trabajo, Padre –yo siempre le llamaba así, ¿recuerda?--.
Lo decía Rosa en su funeral –Dios mío, ¡qué raro suena!--: si echamos de menos a alguien y lloramos su ausencia es porque, durante su vida, ha sido nuestro amigo. Y yo le consideraba –perdón, te considero-- mi amigo.
Empecé a conocerte cuando, una tarde, al poco tiempo de llegar al pueblo, pediste algún voluntario para leer en la Misa. Me animé y me acerqué al atril. Desde entonces, ¡cuántas tardes hemos compartido difundiendo la palabra de Dios! cada uno desde su puesto.
Después, con mi ingreso en la Hermandad, nuestro acercamiento fue mayor. Recuerdo con una añoranza especial aquellas misas mensuales en nuestra capilla. Yo llegaba un rato antes y encendía las velas. Luego girábamos cuatro o cinco bancos y sacábamos fuera la mesita sobre la que colocábamos el misal; entonces llegabas tú con el cáliz y la patena. Yo me sentaba delante, y siempre me dabas la paz mientras, con una sonrisa, me mirabas a los ojos.
Hemos compartido otros muchos encuentros, como los de la Iglesia en la Sierra Norte en varios pueblos cercanos o un viaje a la catedral de Sevilla. Una vez, incluso, te llevé en mi coche a Cazalla. Te daba tanto pánico conducir... bueno, casi tanto como a mí.
Durante el curso que asistí al Catecumenado de Adultos tuve ocasión de sentirte más “cercano”. De vez en cuando me pedías consejo sobre qué música poner en alguna representación con los niños, o compartías conmigo esa obsesión nuestra por los rótulos y los carteles. Asimismo fuiste tú quien me preparó para recibir el Sacramento de la Confirmación.
También compartí contigo el trabajo en Cáritas. Vienen a mi memoria aquellas noches de invierno alrededor del brasero de gas en animada conversación con Eloísa, Rafa, Victoria, Gracia, Nati..., mientras intentábamos ayudar a los más necesitados.
Un acontecimiento significativo para mí fue la lectura que hice del pregón de Semana Santa que había escrito Choni y que no se atrevía a exponer en público. Me emocioné extraordinariamente cuando me presentaste y, sobre todo cuando, al finalizar, me diste un apretado abrazo al entregarme la placa conmemorativa. Unas lágrimas se adivinaban en tus ojos.
Como no todo tiene por qué ser serio, del mismo modo hemos compartido mesa y mantel en cenas de Navidad de la Hermandad, o tras alguna Función Principal, o un día de campo junto a los hermanos costaleros, o aquel “memorable banquete” para celebrar tus bodas de plata como sacerdote.
Y así, son tantas las vivencias que se agolpan en mi mente que no consigo dar salida a todas en este momento: las consultas en el archivo, la organización del Corpus o de la Función Principal... Habría preferido contarte todo esto frente a frente: nunca pensé que fueses a dejarnos tan pronto.
Me gustaría que supieras que te voy a echar mucho de menos, que tengo una infinita nostalgia y que siento profundamente no haber aprovechado más el tiempo en el que el Señor quiso que estuviésemos juntos.
Y, sobre todo, bien sabe Dios cuánto lamento no haber tenido la valentía o, más bien, la humildad de pedirte perdón si en un momento dado alguna pequeña desavenencia –todos somos humanos y pecadores-- nos ha separado un poco.
Aquí todo se ha quedado muy vacío sin ti; todos te vamos a echar en falta: las catequistas, los cofrades, los de Cáritas, los abuelos de la residencia... pero, sobre todo, tus chavales del Resucitado –me dio tanta pena verlos abatidos el otro día en las exequias...
Pero, como decía el Vicario General en su homilía, “el amor vence a la muerte” y tú ya estás gozando de la visión del Padre. Además, estoy convencido de que un gran amigo común se habrá alegrado enormemente al verte de nuevo a su lado. Te ruego que, desde ese puesto de privilegio, te acuerdes de nosotros, de mí. Yo no voy a olvidarte. Hasta pronto, Eduardo.
Un fuerte abrazo.
Tu amigo, Manolo.